Catalina Muñoz (1899-1936)

Historia de la guerra civil (Crescencio)

En medio de esta noche de septiembre, tan tibia y generosa en olores que parece mayo, Catalina se distrae pensando en todas las veces que le ha tocado hacer este mismo camino: los juegos de niña entre las tumbas, el primer encuentro furtivo con Tomás, las visitas a los padres por Todos los Santos..
Ahora parece como si las esquinas que dobla, al pasar, se le enredasen en el cuerpo, algas propicias tratando de tirar de ella y sacarla a flote: Despierta, Catalina, sólo fue un mal sueño.
Pero el llanto de Martín, que distingue elevarse desde las casas, le devuelve a la pesadilla, doliéndole tanto como el sonajero que lleva escondido en el bolsillo del mandil.
Por lo menos se le ha cortado la leche, manando día y noche desde que el coño crio vino al mundo. A Catalina la tranquiliza que no se mezcle con la sangre, y este pequeño detalle le quita un poco del miedo que se le ha puesto en las tripas desde que la sacaron de la zanja a culatazos. Suerte que al niño lo recogió Teresa la Coja, la única vecina que no le rehuyó el saludo después del 18 de julio.
Las otros, las que la llamaban a escondidas "Muñoz, la del martillo y la hoz", ésas se esconden detrás de las ventanas cerradas, seguramente asustadas ante el fruto del odio que ellas mismas ayudaron a sembrar. Ya llegan. Los seis hombres no han soltado palabra durante la ascensión y tampoco son capaces de romper su silenciosa solemnidad mientras la colocan de espaldas al muro del cementerio.
Y ella, que nunca creyó, le pide a Dios con todo el alma que haga de su Martín un buen hombre, no como estos hijos de puta que le van a dejar sin madre.