Tarde de toros

Saltó a la arena terrible, enceguecido. En cuanto lo tuvo delante supo que lo tenía que matar. Estaba escrito que así fuera y la sarta de banderillas le redobló las ganas y las razones. El dolor era insufrible pero el miedo había desaparecido.
A su manera animal, supo que la soberbia de su contrincante le sería muy útil a la hora de romper los pronósticos y darle la vuelta al duelo. Cuando finalmente consiguió empitonarle y sintió cómo su sangre y la del matador se mezclaban, comprendió que aquello no era solamente por él, le empujaba el resentimiento multiplicado de todos los que le precedieron y de todos los que desgraciadamente habrían de seguirle. Por eso desgarró, hundió y removió con la determinación propia de una misión sagrada.
Después se sintió vacío y creyó ver, tras el burladero, la dehesa donde había pacido en su juventud.